La llegada de Leo

viernes, 13 de marzo de 2009

Leo volvió a mirar el papel en el que tenía escrita la dirección. Comprobó el nombre de la calle, el número, el piso, pero no se había equivocado. Suspiró cansado.

Apenas podía creer que después de tantas semanas de viaje lo hubiera conseguido; había tenido que trabajar en el barco porque no tenía dinero para pagarse el billete, y le había costado sangre, dios y ayuda llegar desde el puerto de Lisboa, donde le había dejado el transatlántico, hasta el centro de la capital de España, porque no le había quedado más remedio que viajar haciendo autostop, recorriendo más de 500km viviendo en la carretera. Pero finalmente había llegado a su destino. Hecho un manojo de nervios, llamó al timbre; al cabo de un rato, la puerta se abrió.

- Hola- saludó Noa- ¿puedo ayudarte en algo?

Noa miró de arriba abajo al recién llegado. Tenía la mayor parte de la cara oculta por el pelo, negro y sucio; y un pañuelo en el cuello, pero lo poco de rostro que se distinguía mostraba una gran capa de suciedad. Sus ropas también estaban hechas polvo, y se le veía muy cansado.

- Mi nombre es Leolénitas Riser, bueno, Leo. Venía por el anuncio del periódico…

- ¡Oh, qué bien! Yo soy Noa- le tendió la mano- Siéntete como en tu casa, te llevaré la mochila.

- No hace falta, gracias- Leo cruzó el umbral, agradeciéndole con la cabeza su ofrecimiento. Se le hacía raro que alguien le tratara con tanta educación, cuando durante toda su vida y gran parte de su viaje no había sido más que escoria para el resto de la gente. Se volvió hacia la joven de pelo corto, muerto de vergüenza- No sé muy bien cómo decir esto… pero aún no tengo dinero para pagar el piso. Creo que debería saberlo antes de que haya algún problema.

Noa se quedó de piedra. Precisamente lo que necesitaba de un compañero de piso era poder pagar el alquiler un poco más desahogadamente, y no sólo no iba a ayudarle sino que además sería otra boca más que alimentar. La ira comenzó a inundar sus sentidos: ¿acaso había pensado que era tonta o qué? ¿Pretendía vivir gratis, a costa de los demás?

Ya iba a ladrarle cuando vio en lo poco que asomaba de su rostro la culpa y la decepción. Daba la impresión de que ya le había pasado aquello innumerables veces, de que todo el mundo le había rechazado antes que ella, y lo último que quería Noa era ser como todos los demás. Un segundo vistazo al inmigrante encendió su curiosidad: la parte de cara que no quedaba oculta por el pelo y el pañuelo era bastante atractiva. Tenía unos labios muy sensuales que emergían de entre la mugre que le cubría, la que por cierto le daba un aire de chico malo del que a ella le volvía loca. Aunque más parecía un mendigo que un modelo haciendo de mendigo, y a sabiendas de que no tenía ni un pavo con el que ayudarle en el alquiler, Noa se guardó los malos modales y en su lugar le dedicó una cálida sonrisa para darle la bienvenida.

- No te preocupes por eso, estoy segura de que podremos apañarnos.

Leo se mordió el labio, pensando lo extraño que era todo aquello; ¿no tenía dinero para pagar el alquiler y no pasaba nada? ¿Pero porqué lo había intentado siquiera? Había respondido a un anuncio del periódico en el que se simplemente se solicitaba un compañero de piso, y contando con la baza de que no se especificaba estrictamente que hubiera que pagar un alquiler, se le había ocurrido que a lo mejor podría salir bien. Por supuesto, lo último que quería era causar molestias a nadie, pero jamás podría permitirse pagar él solo un piso, por lo que no le había quedado más remedio. De momento no parecía haber problemas; aunque seguramente no tardaría mucho en tener que huir de allí, debía aprovechar la oportunidad que se le estaba brindando.

- Ésta es la cocina, éste el salón. Como ves no hay muchos muebles y los que hay no son gran cosa, pero por lo menos tenemos pinchada la televisión por cable- se rió Noa mostrándole la casa mientras Leo le seguía obediente- Ésta es mi habitación, si necesitas lo que sea entra sin llamar- le lanzó una mirada fugaz con la que no se percató de que el nuevo inquilino se había sonrojado- Y aquí dormirá Tai. De momento duerme conmigo, pero poco a poco se va atreviendo a estar solo: al pobre le da miedo la soledad.

- No le culpo- dijo él más para sí mismo que para Noa.

Ella se apoyó en el marco de la puerta que daba al cuarto de baño y le sonrió, tratando de que él le respondiera igual, pero sin resultado. Supuso que aún se sentiría cohibido por la nueva situación, así que no le dio importancia. No todo el mundo era tan extrovertido como ella.

- ¿Sabes? Tienes pinta de estar muy cansado, creo que lo mejor que podrías hacer es tomar un buen baño: deja las cosas donde quieras y coge una toalla, yo lavaré tu ropa.

Él miró al suelo incapaz de soportar su mirada. De nuevo más amabilidad a la que no estaba acostumbrado.

- Gracias…

Noa se retiró de la puerta, dejándole solo para que pudiera instalarse con más libertad, pues se había dado cuenta de que su presencia le incomodaba. Confiaba en que se tratara del efecto temporal de su timidez, pues no podría compartir piso con alguien que le apartara la mirada continuamente.

Leo echó un vistazo al cuarto de baño. Pocas veces había visto uno tan escueto, pero ya le había avisado Noa. Antes de hacer nada, se aseguró de que el pestillo de la puerta funcionaba, pues bajo ningún concepto podía permitir que nadie entrara. Sólo después de forzar la puerta un par de veces y ver que todo iba bien, se permitió quitarse la mochila y tomar una toalla. Corrió la cortina de la bañera y dejó salir el agua del grifo.

“Estupendo, un espejo” pensó mientras observaba que una de las paredes estaba cubierta en su totalidad por uno.

Mientras el agua iba llenando la bañera, Leo miró fijamente su reflejo. Ojalá fuera siempre así, no tener que mentir a nadie ni esconderse cada vez que lo miraran. Le dio la espalda al espejo y trató de concentrarse en el agua caliente que subía poco a poco.

Pronto estaba sumergido en un cálido baño con espuma, haciendo desaparecer la suciedad y el estrés de su viaje. Sonrió: sería capaz de quedarse dormido ahí mismo, aún a riesgo de ahogarse, de lo a gusto que se encontraba, porque hacía mucho tiempo, desde que dejó su casa allí en Arizona, que no encontraba un momento para descansar y asearse como es debido. Y de aquello hacía más de un mes.

Con cuidado, se quitó la peluca y la sumergió en el agua, con el fin de lavarla correctamente. Apenas se la había podido quitar en todo el viaje, pues nunca estaba seguro de cuando aparecería alguien por sorpresa, y una sensación de desnudez le invadió por completo; tanto tiempo con ella puesta había hecho que ahora sintiera como si le faltara algo, y al mismo tiempo, notó cómo su cabeza le agradecía que por fin aliviara la presión que la goma ejercía. Las pelucas no solían ser incómodas, pero tampoco se solían llevar todo el tiempo.

Leo no pudo evitar darse la vuelta y mirarse de reojo en el espejo. No supo por qué lo hizo, ya que la visión sólo le causó dolor y rechazo, pero tenía muy claro que aquello era él, el auténtico Leo, por mucho que se odiara a sí mismo. Tenía la espalda llena de cicatrices de las heridas y quemaduras de cigarro causadas por los accesos de ira de su padre, y su rostro…

Se obligó a concentrarse en lavar su peluca y asegurarse de que no quedara ningún rastro de jabón en ella, para no hacer más caso a lo que veía en el espejo. Afortunadamente, los vapores del agua caliente habían ido empañando el cristal poco a poco, por lo que no tuvo que preocuparse más.

Tanto tiempo llevaba, que cuando salió del agua porque ya se había enfriado, sus dedos estaban arrugados como pasas. Sonrió al verlo, y cuando se envolvió en la toalla, notó cómo una sensación de calidez recorría su cuerpo desnudo, haciéndole cerrar los ojos y apretarse contra la suave prenda todo lo que pudo. Por un breve instante, se sintió realmente feliz. Y hubiera dado lo que fuera porque ese momento no acabara nunca.



No iba a salir del baño hasta que la peluca estuvo completamente seca, pues podía estropearse si la usaba húmeda; aquello implicaba que tendría que permanecer encerrado en el baño al menos dos horas más, y ya llevaba más o menos ese tiempo disfrutando del agua caliente. Tanto había sido, que Noa ya había empezado a preocuparse por él.

- Hola, ¿te encuentras bien?- dijo llamando a la puerta con los nudillos.

Él dio un respingo del susto. Se cubrió entero con la toalla, rezando para que el pestillo no le fallara.

- ¡Si, si! Es que me he quedado dormido en el agua- mintió.

Noa sonrió aliviada. El pobre tenía que estar muerto de cansancio.

- No pasa nada. Oye, tengo que ausentarme por unas horas, ¿te importa darme la ropa sucia para que la meta en la lavadora antes de irme?

Aquello supondría dejarle entrar al baño; Leo estaba temblando.

- P… prefiero hacerlo yo mismo cuando salga. Tengo algunas cosas que necesitan lavado especial- se inventó, sin mucha convicción.

- Como quieras. Traeré algo de cenar, ¡nos vemos!

- Adiós- confiaba en saber montárselo para que aquello no ocurriera muy a menudo.

El tiempo pasó lentamente mientras se secaba la peluca, hasta que finalmente lo hizo. Leo se la colocó con cuidado, colocando bien los pelos que se salían de su sitio para que no pareciera tan falso, y con mucho sigilo abrió la puerta. No se veía a nadie por el pasillo, y decidió arriesgarse a ir hasta la lavadora, pues no le quedaba nada de ropa limpia, necesitaba una colada urgentemente. Con la toalla atada a la cintura, Leo avanzaba cautelosamente pegado a la pared, controlando todos los posibles escondites de los que disponía en cada momento (los cuales no eran muchos), por si acaso. Sabía que no había nadie en la casa en aquellos momentos, pero no quería que le pillaran desprevenido.

Finalmente consiguió llegar hasta la cocina, donde se encontraba la lavadora. Suspiró aliviado, aún sabiendo que su odisea no había terminado, mientras prepara todo para que comenzase el lavado. En cuanto terminó, volvió corriendo al cuarto de baño, mientras se agarraba la toalla que amenazaba con enredársele entre las piernas y caerse; lo que le faltaba.

Puesto que no podía continuar desnudo hasta que toda su ropa estuviera limpia y seca, y la toalla que le cubría estaba demasiado húmeda, Leo decidió explorar un poco la casa en busca de otra toalla. También le servía alguna sábana en la que enrollarse, así que se dirigió a la habitación que le había adjudicado Noa, donde que descubrió que encima de una cama, alguien había dejado una camiseta y unos pantalones aproximadamente de su talla. Con una nota encima.

“Lamento no tener otra cosa que dejarte, ando algo escasa de ropa, pero puede que esto te sirva mientras te lavo la tuya. Noa”

Aquello era muy embarazoso. Se notaba que ella no sabía nada de él, lo que podía explicar porqué era tan amable, pero Leo no podía devolverle el favor, por lo que se sintió mal. Subió a la cama para probarse la ropa que le había dejado allí y dejó la toalla tirada en el suelo. Los pantalones le venían anchos, puede que hasta si lo intentaba se los podría quitar sin desabrochárselos, mientras que la camiseta le quedaba bastante ajustada, pues era de chica, pero al menos ya no tenía tanto frío. Le llegó el aroma que desprendía la ropa de Noa, un olor a limpio y a perfume delicado muy agradable. Tal y como estaba, se reclinó en la cama capa descansar un poco, sólo un poco, dejándose llevar por la suavidad de las sábanas y el perfume de Noa. Notaba cómo su cuerpo se iba desinflando con cada exhalación de aire, mientras el colchón le absorbía lentamente, hasta que, sin darse cuenta, se durmió profundamente.

No pudo abrir los ojos al despertar, le pesaban una tonelada. Trató de mover un brazo, pero un estallido de dolor provocado por las agujetas latentes le hizo pensárselo dos veces. Tampoco es que le importara mucho: estaba tan a gusto que podía quedarse allí para siempre, bajo aquella manta tan suave y calentita que le cubría. Un momento…

Leo abrió los ojos de golpe, asustado. La habitación estaba completamente a oscuras, aunque él no tenía ningún problema para ver, pues sus ojos estaban diseñados para captar hasta el más mínimo indicio de luz, como los gatos. No había nadie allí, pero alguien le había tapado con una manta; por un lado se sentía muy agradecido, pero por otro, aquello significaba que esa persona había entrado mientras él dormía, y podía haber descubierto su secreto. Se llevó las manos a la cabeza, preocupado, comprobando que la peluca seguía en su sitio, perfectamente colocada. Suspiró algo más aliviado, pero aún intranquilo. Su cuerpo se había despejado debido al subidón de adrenalina provocado por el susto, y ya no se podía dormir, por lo que decidió salir de la cama. Además, tenía hambre. No sabía qué hora sería, pero debía ser muy tarde puesto que la oscuridad era total y no se oía ningún ruido en la casa, por lo que decidió arriesgarse.

Al bajar de la cama, vio que junto a su mochila alguien había dejado su ropa lavada y planchada, seguramente la misma persona que le cubrió con la manta. Noa. Sólo de pensarlo sus mejillas se tiñeron de rojo, y le asustaba la idea de que podía haber visto algo.

A medida que avanzaba, su estómago se quejaba más. Durante su viaje apenas había comido, lo suficiente como para sobrevivir, y creía que ya debía estar acostumbrado, pero aquella sensación no era en absoluto normal. Se hubiera comido un caballo si se lo hubieran puesto delante. Y cuando abrió la puerta de la cocina y vio que encima de la mesa alguien había dejado preparado un auténtico banquete, no pudo más. No sabía si aquello era para él, no tenía dinero para pagarlo en caso de que no lo fuera, pero tampoco escuchaba ninguna voz que le dijera que no lo hiciera; todo lo contrario, su hambre había tomado todo el control del cuerpo y ni siquiera se dio cuenta de que ya se había sentado y empezaba a devorarlo todo.

Estaba claro que por mucha hambre que hubiera pasado en su vida, si comía una sola migaja más reventaría. Apenas quedaban restos de toda la comida que había, y Leo se había reclinado en la silla, disfrutando al máximo de todo lo bueno que le estaba pasando desde que llegó a aquella casa. Se había bañado, había dormido, había comido hasta hartarse… casi estaba a punto de sentirse como una persona normal.

- Eh, buenos días, campeón. Ya era hora de que volvieras al mundo de los vivos.

Noa se asomaba por la puerta, entrando en la cocina mientras miraba divertida al inquilino. Éste pegó un salto, sorprendido y asustado, intentando mantener la compostura.

- Yo… yo… lo siento… no pretendía… es que tenía hambre… p-perdón…- tartamudeó hecho un manojo de nervios, buscando la manera de escapar, pero era imposible, además de muy descortés. Sabía que se había metido en un buen lío, y sólo era cuestión de tiempo que Noa le hiciera recoger sus cosas y le echara de allí. Si le dejaba recogerlas.

- ¡Ja, ja, ja, pero si era para ti! No tienes que preocuparte. Llevabas tanto tiempo durmiendo que no sabía si se estropearía la comida antes de que te despertaras, por eso tuve que taparla.

Él le miró, extrañado. Apenas había cerrado los ojos unos minutos.

- ¿Ha pasado mucho tiempo?

- Llevas durmiendo más de un día. Debías estar realmente cansado, porque no te diste cuenta de nada- le sonrió Noa.

- ¿D-darme cuenta? ¿De qué?- sentía terror ante la sola idea de que le descubriera.

- No sé, dejé la ropa al lado de tu mochila y te tapé con una manta, porque estabas encogido y tiritando, y ni te inmutaste; bueno, si, dejaste de temblar. ¿Sabes? Te queda bien mi camiseta, menudos musculitos.

Leo cayó en la cuenta que llevaba una camiseta de chica, y que si ya le quedaba ajusta de antes, ahora con el estómago hinchado estaba a punto de reventarle las costuras. Se tapó como pudo, muriéndose de vergüenza, incapaz de articular palabra. Ojalá la tierra se le tragara.

Pero Noa no quería que se sintiera incómodo, y aunque era cierto que el chico tenía unos músculos increíblemente definidos, decidió dejar el tema para evitar más rubores.

- ¿Se puede saber qué has hecho para que te tires durmiendo treinta horas y te levantes a las 5 de la mañana dispuesto a comerte toda la cocina?

Era la oportunidad de Leo para salir de allí.

- ¿Son las 5 de la mañana? ¿Y qué haces tú despierta a estas horas? ¿No puedes dormir?

Noa miró a otro lado, sintiéndose cazada. Se había asegurado de que Tai estaba bien dormido y se había deslizado hasta la cocina con la intención de olvidar las pesadillas sobre la muerte de James con una cerveza, hasta que se encontró con el nuevo. Se había secado los ojos varias veces antes de atreverse a abrir la puerta, pues prefería ser ella la que apareciera de la nada en vez de que la pillara con los ojos llorosos.

- No, me he despertado de repente y me apetecía algo fresquito. ¿Te apetece una cerveza?

- No, gracias, creo que explotaré si me meto algo más. Debería aprovechar para estudiar algo antes de que empiecen las clases, así que creo que me iré a la habitación… Gracias por todo, Noa, por la comida, la manta, la ropa…

Noa vio se ponía de pie dispuesto a marcharse, sintiéndose abandonada como un trapo viejo.

- ¿Vas a estudiar? ¿Sin haber empezado las clases y a las 5 de la mañana? ¡Venga ya! ¿Qué estudias?

- Medicina. Es muy difícil y tengo que prepararme algunas lecciones. Buenas noches, Noa.

Leo trató de no hacer caso a la tristeza que emanaba de la cara de su compañera de piso. Le hubiera encantado poder ayudarle, quedarse un rato charlando, pues le resultaba muy agradable, pero sabía lo que ocurriría si entablaban cualquier amistad, y no quería tener que volver a pasar por ello. Prefería parecer un maldito egoísta que sólo se preocupaba de sus asuntos antes que descubrieran qué era realmente.

- Que estudies mucho, Leo- Noa le dio la espalda mientras se iba, sintiéndose ridícula: por un lado quería estar sola: el sueño de James había sido tan íntimo, sólo para ella, que quería disfrutarlo sin tener que andar pendiente de nadie más; por otra parte, su recuerdo aún le dolía, muchísimo, y sentía que si estaba ocupada con el nuevo el corazón dejaría de apretarle tanto el pecho. Bebió de su cerveza y dejó la mente en blanco, dejando que las lágrimas le mojaran las mejillas otra vez.

Leo volvió corriendo a la habitación. Había estado a punto de cometer una estupidez: casi le dijo a Noa que se quedaría con ella. Aquellos ojos violetas ejercían una extraña fuerza en él, había deseado con toda su alma quedarse en la cocina disfrutando de una cerveza, pero finalmente se había impuesto la razón y se había escabullido como una rata. Se sentía despreciable, pero no había nada que pudiera hacer. Ojalá fuera normal.

Recogió sus cosas y cerró la puerta de su habitación con llave. Sería como si allí no hubiera nadie: en cuanto pudiera conseguir el dinero para pagar el alquiler lo entregaría a escondidas, y así no les molestaría, ni a Tai, quien quiera que fuese, ni a Noa. Sobre todo a Noa. Se metió debajo de las sábanas como hacía siempre que quería desaparecer del mundo; encendió la linterna y se dispuso a leer otra vez el libro de anatomía que había traído con él y que ya se sabía de memoria. Y dejó de pensar.

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